
Uno se harta de tantas directrices. Bueno, entonces las llamábamos consignas. Consignas por aquí. Consignas por allá. Del partido, de la comisión, de la célula. Y no. Los obreros no necesitamos consignas. Lo que necesitamos los obreros es organizarnos sin tantos intermediarios que piensen por nosotros. Sin tantos santones elaborando teorías y tomando decisiones. Yo, al principio, los primeros años en la fábrica, era del partido. Porque me parecía lo mejor. Pero qué podía saber un chaval como yo por aquel entonces. Poca cosa. Lo que se aprendía en casa, en el barrio, en el tajo. Porque la escuela, en mi caso, poca. Y tampoco es que me sirviera de mucho. También aprendíamos de lo que decían los mayores. Y los mayores imponían su respeto. No como ahora. Obedecíamos sin rechistar. Que hay que hacer esto, pues se hace. Repartir octavillas, ir a las asambleas, hacer un paro, manifestarse. Y ya está. Hasta que me harté de tanta consigna. Porque me acabé dando cuenta de que los intereses del partido no eran los mismos que los míos. Ellos miraban a la larga. Con visión estratégica, decían. Y nosotros teníamos que mirar a la corta. Al día a día. Que era donde nos la jugábamos todo. Condiciones de trabajo, jornadas, salarios, vacaciones… Sin tanto cambalacheo político de por medio. Porque había que acabar con la dictadura, claro que sí, y en eso estábamos todos de acuerdo, pero comprendimos que, para hacerlo, no teníamos forzosamente que estar tutelados por los burócratas del partido. Porque los obreros nos bastamos y nos sobramos. O, al menos, eso es lo que pensaba yo entonces. Luego ya he visto que no es así. Pero bueno. Fue entonces cuando empezamos a pensar en organizar sesiones de formación, en sacar alguna publicación menos seguidista, en montar una biblioteca obrera. Para abrirnos los ojos y armarnos para luchar contra la alienación capitalista. Sin líderes ni tinglados dirigistas, porque, para mando y ordeno, ya teníamos uno. Y bien jodido, la verdad.
Eduard Márquez, 1969, l’altra editorial, 2022.